domingo, 3 de noviembre de 2013

Tullupampay: expresión popular por las almas

Manuel F. Perales Munguía

Foto: Andrés Mendoza
«Entierran (…) con estos cuerpos [de sus difuntos] todas las comidas secas que ellos usan —y échanles açua en la sepultura, que es su bebida—, llamándolos por sus nombres». Con palabras como éstas el clérigo español Bartolomé Álvarez describió las prácticas de veneración a los difuntos entre las poblaciones indígenas de Los Andes en 1588, a puertas del inicio de las campañas de extirpación de idolatrías con las que la Iglesia Católica de entonces buscó destruir las religiones nativas en esta parte del continente.
Poco antes, en 1583, el licenciado Juan Polo de Ondegardo, en su Instrución [sic] contra las ceremonias y Ritos que usan los Indios, anotó algo importante sobre las poblaciones andinas antiguas: «Creen (…) que las cabeças de los difuntos o sus phantasmas, andan visitando los parientes, o [sic] otras personas en señal que han de morir, o les ha de venir algún mal». Sin duda, este testimonio nos remite a la importancia simbólica de la cabeza humana en Los Andes precoloniales, en el plano religioso, pero también político y social, como arqueológica y etnográficamente han documentado los trabajos recientes de Denise Arnold y Christine Hastorf para el caso boliviano, donde cada domingo posterior al Día de Todos los Santos muchísima gente lleva a sus “ñatitas” (cráneos humanos que guardan en sus hogares) a “oír” misa y recibir el agua bendita, todas engalanadas con flores, como también ha reportado Gerardo Fernández.
El carácter pan-andino de las citadas prácticas de veneración a los difuntos, y particularmente a los cráneos humanos, se expresa en la existencia de rituales como la misa de Tullupampay, celebrada los días 03 de noviembre de cada año, en el cementerio antiguo del pueblo de Chongos Bajo en el Valle del Mantaro. Vinculada a una antigua costumbre local en torno a la limpieza del cementerio y al re-enterramiento de osamentas humanas halladas como producto de dicha actividad, en la actualidad, esta celebración tradicional congrega a numerosas personas de la zona que todavía mantienen una arraigada creencia en el poder protector de los cráneos humanos que conservan en sus hogares. Tales cráneos, o “almitas”, pueden ser de parientes, o simplemente de gente desconocida. Es por esto que se les suele llamar por su nombre, o sencillamente “panchitos” y “avelinos”.
Estudios realizados por el investigador Agustín Rodríguez y el suscrito sugieren una estrecha relación de reciprocidad entre el “almita” y la persona que la guarda en su vivienda. Aquélla se revela en sueños y a través de ciertas manifestaciones especiales en la vida cotidiana, y mientras es cuidada con cariño y sobre todo con fe, brindará protección frente a robos que podría sufrir la casa o hasta las sementeras. En otras ocasiones puede anunciar la ocurrencia de ciertos acontecimientos, asustar al incrédulo e incluso favorecer el triunfo en alguna actividad profana como un partido de fútbol. De algún modo vemos que en todo esto existe relación con las creencias observadas por Polo y Álvarez hace más de cuatrocientos años.

Por otro lado, en la perspectiva desarrollada por Manuel Marzal y otros autores, la misa de Tullupampay representa un ejemplo único de catolicismo popular que se ha desarrollado vigorosamente a partir de procesos peculiares de sincretismo cultural y religioso, donde elementos andinos y cristianos occidentales se han imbricado de modo complejo. Por ello, esta manifestación debería ser investigada a fondo y reconocida como Patrimonio Cultural de la Nación. Confiamos en que así sea pronto.

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