La
discreta reconciliación
Sandro Bossio Suárez
La última producción literaria del Nobel
peruano Mario Vargas Llosa, El héroe
discreto, es una novela que, pese a todo lo que se ha dicho de ella, tiene
enormes cualidades que merecen la pena sopesar. En general, es una novela que
nos acerca a un íntimo mundo de reencuentros, y he ahí su primer valor. Se
trata de un voluminoso libro, un dilatado microcosmos, donde convergen los
personajes más emblemáticos (y los más ubicuos) del escritor. Tenemos, en
primer lugar, a los entrañables Lituma y los Inconquistables, a quienes
conocimos en los primeros cuentos del autor y, sobre todo, en La casa verde, de donde fueron
traslapados, en los noventas, a Lituma en
Los Andes.
Por las páginas de este libro se
pasean también personajes enternecedores, como don Rigoberto, el de los
cuadernos; Lucrecia, la de las contemplaciones erógenas; y Fonchito, el de la
madrastra y la luna. Encontramos también al comisario Silva (“gordo, retaco y
de bigotes”) convertido ahora en capitán después de haber descubierto al
asesino de Palomino Molero cuando era apenas un teniente.
A pesar de que no aparecen con sus
nombres y rostros, hay también otros personajes reconocibles, como el fiel
Ambrosio Pardo de Conversación en la
Catedral, que asoma ahora reencarnado en el cuerpo de Narciso, el leal
chofer de don Ismael Carrera.
De ese mundo reconocible, de sus
riquísimas y variopintas «imágenes de la resistencia, la rebelión y derrota del
individuo», está lleno este nuevo libro. La diferencia radica en que las
ciudades (Piura y Lima) por donde los actores se mueven son ahora unas ciudades
modernas, adelantadas, radiantes, muestra presuntuosa de la nueva situación
económica por la que atraviesa el Perú.
Por ello, es claro que Vargas Llosa
nos presenta este relato a la vez truculento y humorístico, caricatura de
negros dramas familiares, como testimonio de su propia reconciliación tanto con
el Perú como con sus demonios paternales. En efecto, encontramos no ya un país
carcomido por la corrupción castrense, por la violencia, con un futuro incierto
y siempre oscuro, sino una patria nueva, progresista, segura de sí misma,
plagada incluso por un nuevo tipo de delincuencia nacida de su nueva posición
social: bandas organizadas y sicariato.
Pero también está la reconciliación
con su propio padre. Haciendo un seguimiento a sus personajes, caemos en cuenta
de que, en sus obras anteriores, la figura del padre machista, inmoderado,
inicuo (como fue el suyo), aparece constantemente. Ahí están el padre de
Ricardo Arana, don Fermín Zavala “Bola de Oro”, Augustín Cabral “Cerebrito”. Sin
embargo, a partir de Travesuras de la
niña mala, vamos encontrándonos con padres mucho más ennoblecidos, más
humanos, que llegan, como en el caso de esta última novela, incluso al
sacrificio para mejorar la condición de sus hijos. Así tenemos al padre de
Felícito Yanaqué, y a éste mismo, que son capaces de desprenderse de sus
orgullos con tal de terminar en paz con sus vástagos.
En el plano
narrativo, Vargas Llosa apuesta por contar esta historia en clave de melodrama
no exenta de humor. Y ahí está el otro valor: es una novela que debe leerse con
una sonrisa, sin creérsela mucho, porque está llena de guiños risueños. ¿Pero
Vargas Llosa no apuesta en este libro? Por supuesto que sí y mucho: nos
hallamos nuevamente con saltos temporales, diálogos cruzados en el tiempo,
monólogos, cambios en los puntos de vista.
Lo dijo Borges, «Nuestro hermoso
deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo», y de eso trata precisamente
la novela: de los laberintos que nuestro país tuvo que atravesar para llegar a
donde llegó y de los laberintos del propio hombre por alcanzar su destino.
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