lunes, 28 de octubre de 2013

El refinado placer de la crueldad

Frederick Huamaní Cortegana


La humanidad en su proceso de génesis y desarrollo ha practicado ritos y ejercitado ciertas costumbres que, mediante la tradición, fueron trasmitidas de generación en generación. Éstas tienen como base las relaciones sociales de producción y los valores morales intrínsecos a su espacio y tiempo.
La tauromaquia se remonta a la edad de bronce. En la antigua Roma se utilizaban a los Uros (bovino extinto ascendiente del toro de lidia) para realizar espectáculos en los que éstos eran cazados por los representantes de la nobleza que demostraban su “valentía”.
De las actividades de la tauromaquia, la corrida de toros de lidia es la más difundida y mediática. Es también una expresión cultural que se difundió en los territorios invadidos por las milicias genocidas de España en la época de la satrapía colonial; éste mismo proceso colonizó las mentes y transformó la superestructura social, alineación cultural, ergo su empatía con el espectador.
La corrida de toros es un espectáculo en el cual se estresa, hiere y mata con tortura previa a un ser tan confundido en la arena como sensible al dolor. Dolor que producen las puyas que penetran por más de quince centímetros el lomo del animal, con la consiguiente penetración de fluidos corporales en sus pulmones; la fractura de apófisis y vértebras torácicas; la hemorragia en el canal medular y, por si esto fuera poco, se produce la pérdida de hasta un 18% de sangre.

No solo este hecho es repudiable, lo peor no es que este acto lo realicen individuos con vestimenta colorida, “elegante” y vistosa en un contexto ilusoriamente alegre y festivo, lo verdaderamente sórdido es que se hace en presencia de un público que, además de vitorear en coro el famoso «¡ole!», se extasía, grita y aplaude un acto tan egoísta, vil e incompasivo con la vida de un ser que merece bienestar y nuestra protección.
Nos soy antitaurino, mi postura es protaurina (a favor del toro) y de todo animal que por el hecho de no tener voz es ignorado en su sufrimiento y no escuchado por la sordera tradicionalista. A los que afirmamos esta postura, la “cooltura” vargasllosiana nos llama vulgares e ignorantes. Me parece intelectualmente repugnante ese desdén con que se habla del discrepante.

¿Tenemos derecho a torturar hasta la muerte a un animal para gozo y placer público? A mi juicio no. La evolución de la humanidad reclama el desarrollo de su ética, nada es pétreo e inamovible, y las costumbres cuando atentan y van en contra de la construcción de un sociedad más digna, solidaria y respetuosa con su entorno deben ser abandonadas, superadas y eventualmente abolidas.

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