domingo, 1 de septiembre de 2013

COLUMNA: EL BUEN SALVAJE


El espanto que no olvidamos

Sandro Bossio Suárez

La violencia que hemos vivido es, por mucho, una de las más espantosas de las vividas en el mundo. No se trató sólo de una revolución. Se trató del episodio de violencia más intenso, más extenso y más prolongado de toda la historia de la República, que, además, reveló brechas y situaciones de exclusión en nuestra sociedad, tal como concluyó la Comisión de la Verdad y Reconciliación hace una década. Esta comisión estimó la cifra de muertos en sesenta y nueve mil personas, cantidad que supera el número de víctimas de todas las guerras internas y externas de nuestra vida soberana, y en quince mil los desaparecidos.
Aquí, muy cerca de nosotros, vivimos una realidad obscena. En la Universidad Nacional del Centro, a principio de los ochentas, el Partido Comunista del Perú realizó un trabajo sigiloso para seducir jóvenes, la mayoría proveniente de zonas vulnerables, víctimas de la pobreza, la desnutrición, la pésima educación que siempre sufrimos.
A mitad de la década de los ochenta empezó a formar militantes. Muchos provenían de facciones como Patria Roja, Vanguardia Revolucionaria, Pukallacta y Proletario Comunista. Igual que en las universidades nacionales de Huamanga o Lima, verdaderos caldos de cultivo de la violencia, el control de los estudiantes más pobres fue tomado desde el comedor universitario. Allí los jóvenes eran adoctrinados con los discursos clasistas a cambio de saciar su hambre. El Partido Comunista del Perú, con la armadura flamígera de Sendero Luminoso, se consolidó hacia 1988, atizando la moralidad académica y recusando la conducta de algunos docentes.
En esta etapa empezaron las presiones para, a partir de los concursos de cátedra y las tachas, colocar en el ámbito académico a quienes más convenía. Paralelamente, a mediados de esta década se formaron dos grupos en la universidad: Unidad Democrática Popular y Pueblo en Marcha, agrupaciones de tintes políticos propulsados por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Este establecimiento se dio como el único rival capaz de enfrentar ideológicamente a Sendero Luminoso hasta que sufrió el revés de Molinos, en 1989.
Durante los primeros años del gobierno de Alberto Fujimori el ejército incursionó en la universidad más de una veintena de veces. Su procedimiento era monstruoso: registraba el campus; fichaba a los estudiantes, docentes y trabajadores; destrozaba los enseres; detenía a cualquiera por las mínimas sospechas de terrorismo (incluso pertenecer al comedor universitario, portar libros de filosofía o figurar en las agendas de los subversivos). En esa época más de cien estudiantes fueron asesinados y desaparecieron por acción de las Fuerzas Armadas, y varios docentes murieron a manos castrenses, entre ellos el vicerrector Jaime Cerrón Palomino.
La ciudad también tembló. Sendero Luminoso sentó su imperio del terror en esta zona, proclamando la lucha de clases y dejando sueltos a sus comandos de aniquilamiento que dejaban la ciudad en tinieblas, asesinaban políticos, policías, profesores. Los atentados en plena ciudad y en las alturas, donde volaban torres de alta tensión, eran pasto diario.
Entretanto, en los pueblos más miserables de la serranía, la guerra silenciosa continuaba: llegaban por las madrugadas a los poblados, asesinaban a las autoridades, secuestraban a los niños. Horas después llegaban los soldados, remataban a los heridos, violaban a las mujeres, enterraban a sus víctimas en grandes fosas comunes.
Y en la Selva Central los pueblos nativos seguían muriendo de hambre, pero, al mismo tiempo, seguían siendo hostigados, asesinados, secuestrados para engrosar las filas terroristas. Y el Estado, incapaz de enfrentar la barbarie, entregó armas a los originarios para que se defendieran de los sediciosos, pero lo que logró fue desencadenar otra guerra entre las tribus asháninkas.
Eso nunca más debe ocurrirnos.

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