domingo, 1 de septiembre de 2013

Arquitectura, memoria e identidad


Manuel F. Perales Munguía

Balcón inglés traído en el siglo XIX para la Casa Ráez. Una gran parte de sus elementos se perdieron durante el incendio.
Hacia mediados del siglo XX, en un clásico estudio sobre la evolución de las comunidades indígenas en el Valle del Mantaro, José María Arguedas manifestó su gran entusiasmo frente al crecimiento demográfico y económico que experimentaba por aquel entonces la ciudad de Huancayo, a la cual consideró un foco de difusión y resistencia de la cultura mestiza andina y, por ende, un paradigma que marcaba el derrotero cultural que debía seguir el Perú en general.
Sin embargo, hoy, a más de cincuenta años de la publicación de dicho trabajo, nuestra ciudad ha perdido el norte señalado por Arguedas. El patético caso del incendio y demolición de la Casa Ráez puede servir como ejemplo de ello.
En primer lugar, es importante recordar que un aspecto de nuestras vidas tan manoseado demagógicamente como es la identidad, tiene que ver, como ha indicado Gilberto Giménez, con la idea de quiénes somos y quiénes son los otros. En otras palabras, se refiere a un sentido de pertenencia a un grupo social, que se construye, afirma o recrea en base a las características culturales de dicho colectivo. A su vez, la transmisión de ello a través del tiempo genera una memoria colectiva que se convierte en un elemento indispensable para la construcción de la identidad, al punto que, tal como dijo Julio de Zan, mantener viva la memoria de quiénes hemos sido y de cómo hemos obrado en el pasado, es lo primero que se requiere para hacernos cargo de nuestra propia realidad y merecer el respeto de los demás como hombres responsables.
La construcción de la memoria es un proceso político que compromete un conjunto de pugnas por la administración de las visiones del pasado, en tanto que, a su vez, los elementos materiales tangibles que conviven con nosotros se convierten en poderosos “moldeadores” de dicha memoria. Por esta razón, entonces, es tan importante conservar nuestro patrimonio edificado, integrado por numerosos espacios e inmuebles, que en su exquisita o modesta factura integran un texto abierto que está allí para reconocer nuestro lugar en los procesos históricos locales y globales, comprender el porqué de ello, y enfrentar con responsabilidad el futuro.
Esto es indispensable, más aún si nos movemos en la modernidad “líquida” señalada por Zygmunt Bauman, donde lo fugaz y la exclusión del otro se han afincado como pautas de vida, en un contexto caracterizado por la disolución de los estados-nación como estructuras políticas sólidas.
Como se dijo, hace medio siglo Arguedas tenía la convicción de que Huancayo era el ejemplo de articulación —¿y reconciliación?— entre tradición y modernidad, cuna de una población mestiza con identidades (y con memoria) fuertemente arraigadas.
La destrucción de la Casa Ráez (y la de tantos otros inmuebles como la capilla de Pichcus) demuestra únicamente que quienes viven en esta ciudad y, especialmente, sus representantes están condenándose a una vida de escasa calidad humana, enceguecidos por un miserable entendimiento de “modernidad y desarrollo”.
Ojalá tengamos capacidad de reacción y hagamos de Huancayo la ciudad que alimentó en Arguedas la esperanza de un país con ciudadanía inclusiva, en la cual, la “construcción del futuro de la Nación Wanka” deje de ser populismo y demagogia barata, y se convierta en una verdadera línea de acción en políticas culturales y desarrollo social integral.

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