lunes, 22 de julio de 2013

Borges en una tienda árabe


Carlos Yusti

Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986).
La anécdota la relata Joaquín Marof quien afirmaba que cuando Witold Gombrowicz estaba a punto de subir al barco que lo alejaría por fin de la Argentina, un periodista le preguntó: «¿Qué tienen que hacer los argentinos para adquirir la deseada madurez literaria?». «¡Maten a Borges!», fue la respuesta del autor de “Ferdydurke” y se embarcó más rápido de lo previsto. Sin embargo, los argentinos no hicieron caso a la recomendación y ya se sabe el final de la historia.
Trabajé por algún tiempo en una tienda de electrodomésticos cuyo dueño era un libanés llamado Pool. A eso del mediodía, engullía alguna bebida fría y luego me tumbaba sobre las cajas de ventiladores de pedestal a leer los cuentos de Borges. Fue un aliciente para soportar un empleo mal remunerado —aunque Pool me trataba con bastante consideración— y en el que trabajaba en ocasiones hasta el domingo, con razón Oscar Wilde decía: «El trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer».
Para comprobar que aquella moda de Borges, como una onda expansiva, no me agarraba desprevenido verifiqué en mi caótica biblioteca ocho libros de bolsillos de este autor, algunas publicaciones de entrevistas y de paso uno titulado “Contra Borges”, compilado por un tal Juan Fló y de quien era el ensayo preliminar: «Sus limitaciones le impiden ser un escritor de primera magnitud, lo que podemos llamar un clásico (…) Esta impotencia está vinculada a su concepción de la literatura como un reflejo de la eternidad de lo humano y no como la obra de activa creación que el hombre hace de sí mismo». Los otros artículos buscaban con lupa las costuras literarias en la obras de Borges para lanzar denuestos contra un escritor incómodo.
La animadversión hacia él surge, en primera instancia, por su obra que se estructura a partir de lecturas —«Me ufano más de los libros leídos que de los escritos»— más bien míticas y de enorme carga erudita, y porque nunca perdió ocasión para molestar con frases lapidarias. Por ejemplo, de Lorca dijo que sólo era un gitano profesional. En Roma, un periodista le consultó: «¿En su país todavía hay caníbales?». «Ya no, nos los comimos a todos», fue su respuesta. Después aceptó una condecoración de Pinochet y los suecos, ante todos sus desafueros verbales, le negaron el Nobel dejando en claro una idiotez digna de figurar en la historia universal de la infamia.
Borges deseaba con fervor el Nobel, pero hoy todavía se lee más que muchos de aquellos que lo obtuvieron. Una vez, Héctor Bianciotti le inquirió si se daba cuenta de que era uno de los escritores más importante del siglo, y él, con su ironía particular, como susurrando un grave secreto, contestó: «Es que este ha sido un siglo muy mediocre».

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