martes, 16 de abril de 2013

La memoria olvidada


Enrique Ortiz Palacios


 He terminado de leer “Memorias de un soldado desconocido” y he podido, por primera vez, saber la versión del otro, del “terruco”, del malo. Digo esto porque leyendo “La cuarta espada” de Roncagliolo, percibo que esos desalmados fanáticos, como Abimael y Elena, no guardan ni un atisbo de arrepentimiento, cosa curiosa, ya que ellos obligaban a los suyos a participar en las sesiones de crítica y autocrítica.
Lurgio Gavilán es de aquellos que ha tenido el “privilegio” de desfilar por las instituciones que se hacen llamar tutelares: el ejército y la iglesia. Además de ello, ha sido un senderista a la edad de doce años. Así que su testimonio es de primerísima mano.
Su historia está contada de manera sencilla, directa, sin ambigüedades. La crudeza de muchos hechos narrados es tan espeluznante que uno no termina por entender qué desencadenó tanta violencia, qué sentimiento tan brutal anidó Abimael. Tal vez, este monstruo se aprovechó de las tremendas desigualdades sociales, de esas diferencias que todavía no han logrado acortarse. Por eso, es necesario no olvidar, recordar esos momentos, de lo contrario, estamos propensos a repetirlo.
Memorias de un soldado desconocido debe ser una lectura obligatoria para nuestros jóvenes y también podría servirle mucho al presidente de esta región que en sus palabras y gestos todavía percibimos resentimiento y odio. También le serviría a las autoridades para que, haciendo un acto de reflexión, dejen de meter la mano al dinero que les hemos encargado administrar.
Porque Lurgio nos demuestra que si el Estado se preocupara por mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, otra sería la historia. Pues todavía pervive entre nosotros ese afán mezquino de solo mostrar una versión de la historia. Aún escuchamos esos discursillos seudomarxistas o maoístas que pregonan que el único camino para el cambio verdadero de nuestra sociedad es a través de la muerte, la guerra, la violencia; ya sabemos que ello solo desencadena más violencia y deja secuelas que, hasta ahora, nuestra nación no ha podido curar. Este libro nos sirve de mucho para defendernos de ellos, «de los profetas del odio», como diría Portocarrero.
Transcribo algunas líneas del autor: «Los recuerdos son como un viaje a través del tiempo infinito, es volver a la tierra que te vio llorar, crecer y reír». Estas otras líneas impactan, pues explican, de alguna manera, la versión del otro, del no escuchado, del que no tiene voz. Es una respuesta al artículo “El síndrome del perro del hortelano” de nuestro último presidente: «Se les resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga: aquellos parajes son tierras ociosas, baldías para Alan García, pero para los campesinos esas rocas enormes son los dioses y gracias a ellos producen sus tierras; de ahí manan las aguas que calman la sed y riegan las sementeras de la vida. Las tierras del olvido también son importantes».
Para terminar, unas líneas que nos obligan a reflexionar sobre la necesidad de no olvidar: «La población no habla mucho de tales sucesos, no habla mucho de sus memorias», Lurgio Gavilán.

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