martes, 12 de febrero de 2013

COLUMNA: EL BUEN SALVAJE


Realidad que supera la ficción

Sandro Bossio Suárez

Nuestra tierra fértil, nuestra exuberante floresta, nuestras costumbres atávicas exaltaron desde el principio la imaginación –y a veces hasta los espejismos– de los viajeros. Así, extasiados y febricitantes, nos contaron cientos de historias.
Por ejemplo, que los antiguos hombres peruanos masticaban coca con elementos alcalinos para adormecer lengua, labios y garganta, fenómeno que en quechua se llama “kunka sukunka” (es decir “faringe adormecida”). Quien nos lo cuenta en una anécdota sabrosa es el jesuita español Bernabé Cobo. Dice que fue beneficiario del “kunka sukunka” cuando tuvo que combatir un terrible dolor de muelas.
Polo de Ondegardo, un cronista hispano que se casó con una descendiente de Manco Inca con el solo propósito de obtener los secretos de la “panaca incaica”, es decir, de las familias reales, describió cómo los médicos aborígenes cortaban la carne de los heridos en sorprendentes cirugías y, después de ella, cerraban las heridas engrapándolas con cabezas de escarabajos.
Garcilaso de la Vega, el Inca, narra que los indios “guancas” comían sabrosísimamente y bebían también sabrosísimamente la carne y la sangre de los perros andinos, y que además confeccionaban idolillos con los colmillos y tambores con la piel, porque creían que de esa manera iban a adquirir la fidelidad y ferocidad de esos nobles animales. Por esa costumbre, dice el cronista, los “guancas” fueron llamados “guancas comeperros”.
Pedro Cieza de León, en su largo recorrido por los andurriales del sur meridional del Perú, se encontró con unas mujeres solas, viejas, que se protegían en cuevas y grutas, a quienes llamó “pampa-huarmis” o “mujeres de la pampa”. En sus crónicas cuenta la terrible historia: eran mujeres públicas, prostitutas, que, por norma, no podían vivir en la sociedad incaica por exceso de edad. Estaban proscritas, prohibidas de volver a la civilidad, condenadas a morir entre los filudos incisivos del hambre y el frío. Pero muchas de ellas no morían pese a que la gente no las socorría y, verdaderas amazonas de ande, combatían a la fatalidad. Así las encontró Cieza de León y así las presentó al mundo.
Guaman Poma de Ayala, el primer cronista gráfico que tiene el mundo, recorrió gran parte del territorio virreinal del Perú anotando lo que veía, escuchaba, olía, y logró para la humanidad dos libros maravillosos que –no se sabe cómo– sacó de la Colonia sin que nadie se enterara, aun cuando las aduanas  terrestres y flotantes estaban instruidas para perseguirlos, pero, sobre todo, para destruirlos.
Cuenta en uno de los pasajes más intensos de sus memorias, que vio cómo los indios de Huánuco curaban sus males comiendo un sanco pestilente logrado sobre la base de tubérculos podridos en grandes pozas de fango y pecina. Quinientos años después, este producto se ha puesto de moda, se ha convertido en todo un boom exportable de la medicina tradicional: se llama “tocosh” y el Perú lo sigue produciendo a la usanza incaica en las zonas templadas del centro del país.
El propio Gabriel García Márquez relata que Antonio Pigafetta, el navegante florentino amigo de correrías de Magallanes, contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. También “un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo”.
El gran colombiano también nos cuenta –y es cierto– que uno de los tantos misterios nunca descifrados “es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cusco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino”.

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