lunes, 24 de diciembre de 2012

COLUMNA: EL BUEN SALVAJE


Cien mundos para el fin

Sandro Bossio Suárez

Me veo llorar abrazado de una columna de la cocina de mi casa materna a la espera del fin del mundo. Una de mis tías solía decirme que el fin se acercaba y, por ello, debía portarme bien para que el cielo me premie. Esperé con fervor que el mundo se agotara, que empezara a dar vueltas, que el cielo se desfondara, que los terremotos agrietaran la superficie donde vivía, pero de tanto esperar me aburrí, dejé de llorar y me fui a comer mazamorra de naranja y a ver la repetición de Ultramán.
Este es el primer recuerdo que tengo del fin del mundo. Presumí que algo como lo vivido en mi niñez iba a acontecer pronto, pero no imaginaba (no podía imaginar) la cantidad de fines del mundo que tendría que sortear.
Cuando tenía cinco años un tío abuelo, Moisés Sánchez, testigo de Jehová a ultranza, llevó a mi casa el pronóstico oficial de que ese año, 1975, todos pereceríamos. Otra vez lloré, pero, decepcionado, otra vez comí mazamorra. Para colmo, ese mismo año, un tal Moses David, fundador de los Niños de Dios, anunció que un cometa chocaría contra nuestro ya cientos de veces destruido planeta, pero nada, más mazamorra y, en lugar de Ultramán, el divertido Hombre Nuclear.
Bueno, ingresé a la secundaria en 1981 y Hal Lindsey, evangélico de renombre mundial, pronosticó que el fin de la humanidad llegaría el 31 de diciembre de ese año. Se habló, además, de alineamientos de planetas, convulsiones de tierra, ciclones, maremotos (aún no existía el término “tsunami”)  y catástrofes nucleares ocasionadas por el resentimiento entre los Estados Unidos y la CCCP (disculpen, pero yo, a esa edad, creía que el acrónimo significaba “cucurrucucú paloma” o algo por el estilo y me costaba relacionarlo con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas).
Al año siguiente, la hermandad Tara Centers participó al mundo de la nueva llegada de Jesús y prometió, antes de diciembre, revelar su nombre. Llegado el momento, mientras veíamos televisión a colores, nos enteramos que los anunciantes se habían retractado y que no iban a revelar el nombre divino porque  “Jesús no es figuretti”.
En 1984, el gurú Bhagwan Shree Rajneesh, lanzó una nueva teoría (sobre la que tuve que hacer mi tarea en lugar de salir con mis amigas del María Auxiliadora a patinar) acerca de un fin del mundo poco fulminante, más bien demorón, que tardaría hasta 1999 para destruirlo todo con inundaciones desmesuradas.
En 1988 me enteré que al fin del mundo también se le llamaba “rapto”, pero me enteré de algo mucho mejor: había una novela magistral sobre el tema escrito por Mario Vargas Llosa. Fue así como me encerré en mi habitación durante días para sentarme a leer “La guerra del fin del mundo”, que, desde luego, me obsesionó. ¿Llegaría el mundo al año 1900? Una guerra apocalíptica que me sigue quemando en las entrañas.
Un astronauta predijo el “rapto” para 1988, pero como nada ocurrió se rectificó y aseguró que sería en 1991. Ese año el islámico Louis Farrakhan dijo a la CNN que la Guerra del Golfo Pérsico era el punto de partida del Armagedón y en 1992 una iglesia coreana fijó la fecha del fin para el 28 de octubre de ese año.
¿Se acuerdan de Moses David? Ese mismo, el de 1975, reapareció en 1993 para decir que ahora sí aparecería Jesús y se acabaría, finalmente, este mundo de “mierda”. Dijo algo interesante: este era el verdadero año del “rapto”, pues con Apple había sacado mejor las cuentas y había hecho el cálculo más exacto.
Se asomó el nuevo milenio y, como lo venía escuchando desde mi infancia, llegaría indefectiblemente con él el fin del mundo. Lo que no sabía era que ese final iba a ser informático: el Apagón Informático, que demolería todos los sistemas computarizados del mundo, echando a tierra los aviones, borrando los sistemas bancarios, arrebatándonos (lo peor) nuestras comunicaciones por el celular.
Hubo un divertido Armagedón: sería en 2001, porque se sacó mal la cuenta y no existe el año 0. Ocurría porque ya se sabía del mejor fin del mundo, el más moderno y marketero, el pronosticado por los mayas como su fin de era Baktún, que hasta ahora sigo esperando.

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