lunes, 29 de octubre de 2012

TODAVÍA NO PINTO CANAS / SEGUNDA ENTREGA


Cuadros que hablan

Josué Sánchez

Pintura: Ashánincas
 Escribir para mí no es fácil. Yo no escribo, pinto. Hoy mis cuadros hablarán por mí. A los cinco años me llevaron de la ciudad al campo y pasé mi infancia conversando con las plantas, con las aves, con las piedras que cobijan a los grillos y con las criaturas vestidas de harapos que llaman espantapájaros. Nunca comprendí el porqué de su nombre, si con sus manos de paja dan de comer a los pajarillos y bajo sus sombreros de fieltro anidan los huevos. Así los he pintado, incapaces de asustar, a diferencia de mi vecino, el viejo don Gregorio, que sólo depositaba su ternura en el gallo orgulloso que acompañaba su soledad. Los niños lo mirábamos de reojo, con temor, creíamos que era el guardián del manantial que corría al costado de la chacra de mi abuelo.
Los cuentos de las noches de mi infancia viven aún en el recuerdo de la voz emocionada de mi madre. Ahí cobraban vida don Antonio Atoj, el zorro, y Diguillo Ucucha, el cuy, más listo que el zorro. Negándose a descansar, aventura tras aventura, ellos jugaban sobre mi almohada de niño hasta el amanecer.
No soy yo, le decía a mi madre, son ellos los que no quieren irse a dormir. Afuera, los gatos de la tía Simeona peleaban mientras yo me juraba que algún día los atraparía. Negros, encorvados, listos para escapar al menor descuido, están encarcelados ahora en los lienzos que pinto para fastidiar a los pintores. Mientras, la chismosa de Manuela, mi compañera de la infancia, lo observaba todo, lo oía todo. También a ella debía asustarle el condenado que vagaba trasnochando su mala vida por el mundo de abajo, el Ukupacha.

Telar: Espantapájaros

Ahí, en las historias de mamá, estaba también el Amaru, la serpiente cargada de presagios que en los 80 cayó como un rayo sobre el Perú con los colores de la muerte. Entonces vi cómo acechados por serpientes, osamentas y miedos, los niños encubrieron su tristeza con globos de colores y aprendieron a vivir entre negros charcos de dolor, escondidos tras caretas para no ver cara a cara a la muerte y sus ultramarinos ojos azul profundo, ciegos.
El color de la selva amazónica peruana es muy distinto. La verde azul floresta es mágica y deslumbra. Me perdí tres meses allí. A orillas de los ríos Ene y Apurímac, los nativos machiguengas y ashánincas llenaron mi cabeza de imágenes fantásticas. Así como el río narra la historia en cada estación, en cada crecida, así fluían sus tradiciones alrededor de las fogatas en medio de la espesura llena de los sonidos de las chicharras, los jaguares, los loros, las mariposas, los otorongos, las serpientes de bocas sagradas que guardan el secreto ancestral de los que viven en la selva enajenados por el aroma de las orquídeas, el palo rosa, los bejucos y el diablo fuerte.
Con esos colores y esas historias cubrí 400 metros cuadrados de muro en el Convento Franciscano de Santa Rosa de Ocopa en 1993. Vida para el Dios de la vida. Tiempo atrás, otro mural en la iglesia de Chongos Alto, también en Perú, me había abierto las puertas de Europa. Tengo dos murales en el Santuario de MISSIO y la Iglesia del Espíritu Santo en Aachen, y otro en Litzelstetten, a orillas del Lago Konstanz, en Alemania. Pero Europa es otra historia. (Del blog “Todavía no pinto canas” en BBCMundo.com)

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