domingo, 12 de febrero de 2012

Hugo Orellana, in memoriam



A cinco años de su muerte, el recuerdo y las lecciones del maestro siguen presentes. Con un legado inigualable, el respeto de los más conspicuos artistas, y una interminable obra diseminada por el mundo —desde Italia y Francia, hasta sus enseñanzas en la UNCP—, Hugo Orellana permanece inmutable en nuestra historia. Aquí, una crónica a modo de homenaje in memoriam, de uno de sus más entrañables amigos y discípulos.

Josué Sánchez

No es posible explorar los caminos del arte moderno en el Valle del Mantaro sin detenerse en la obra de Hugo Orellana. Nacido en 1932, Orellana perteneció a una generación inquieta, heredera de los cuestionamientos que produjeron las dos grandes guerras. Muy joven, su espíritu de artista lo lleva de su natal Viscap, Ataura, a la tierra de los aztecas, México, para hacer pintura indigenista, conocer a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo. Luego viaja a Florencia, Italia, para estudiar anatomía humana y grabado con Ugo Capuchine y Ottoree Rasai. Ahí permanece tres años y gana el primer premio de la exposición “El dibujo en el mundo”. Después se traslada a Francia, donde realiza estudios de pintura en la Escuela Superior de Bellas Artes de París y efectúa varias exposiciones que alterna con una vida bohemia, en constante contacto con la intelectualidad latina y francesa. En París se casa con la escultora Bernardette Planchenault, perteneciente a la nobleza francesa y nieta del célebre Marqués de Sade, con quien tendría tres hijos: Huayta, Ataura y Túpac.
A mediados de la década de los 60, Orellana ha pasado doce años fuera del país y ya no puede soportar los recuerdos de su niñez, del padre en las minas de Morococha, de la vivencia peruana. La añoranza de la tierra ha hecho de él un pintor telúrico; moderno y actual, pero en constante búsqueda de aprehensión del ser cósmico andino. Decide entonces volver al país para aplacar su sed y en 1966 retorna al Perú para no abandonarlo más. Tras un breve paso por la Universidad Nacional del Centro y por SINAMOS, desarrollando tareas docentes y burocráticas, se instala definitivamente en Jauja, para vivir en “Huayta Huasi”, su añorada Casa de las Flores en el distrito de Ataura, entregado totalmente a la pintura.
Entre tarros de pintura, oyendo a Vivaldi, no existirá entonces el tiempo mientras el color se extienda sobre la tela y así, paradójicamente, surgirá un arte elaborado en el tiempo y para el tiempo. A partir de entonces, con una visión mítica y cosmogónica de clara raíz andina, lo mágico, lo lírico, el sueño y la exaltación se muestran en las composiciones de Orellana, donde la valoración de colores remite también a lo ancestral y andino. Los azules y los violetas, los rojos que como vetas de minas afloran en los cuadros, perfilan o imitan rostros, seres míticos y cordilleras. Colores y líneas, en los que la representación de los ritmos acordes o melódicos son objetos orgánicos de un mundo visible, conocido, pero misterioso y silente, que frente a algunos cuadros invita a decir, repitiendo a Hugo Orellana: “Aquí gravita, sin duda alguna, eso que a ti te sucede, en el horizonte remoto de soledad”.
Una soledad que para el pintor es introspección, pero también gozo en el espléndido retiro de Ataura, recibiendo a los amigos, preparando espagueti, cantando, pintando en el jardín o en el hermoso estudio de amplios ventanales con los dedos teñidos de índigo y bermellón, tan vital siempre que cuando en 2007 sus ojos se cierran perpetuamente es imposible creerlo. Hugo Orellana ha muerto pero su espíritu pervive en cada una de sus pinturas y en el camino trazado como ejemplo de vida de un artista genuino para las generaciones futuras.

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