martes, 18 de octubre de 2011

EL LIBRO QUE CAMBIÓ MI VIDA

“El regreso”

Alberto Chavarría Muñoz

Eran las vacaciones de medio año, 1974, aquel día llegué a mi casa hacia las 3 de la tarde, un tanto cansado después de ensayar con un grupo musical. Luego de almorzar sólo me eché en la cama y divagaba libremente. Con cierto aburrimiento me fui a la mesa en la que mi hermana, que estudiaba en el colegio Rosario, tenía sus cosas. Quería leer algo, pues en el “Santi” ya había leído algo como “Tungsteno”, el “Quijote”, en edición escolar, y “Matalaché”. Ni éstas ni “Corazón”, que leí en Primaria, me cautivaron. Muy impresionantes eran, por el contrario, las revistas de “Fantomas”, “Arsenio Lupín”, “Vidas ejemplares”, “Los 4 fantásticos”, entre otras, como los condensados del “Reader Digest”.
Entre los cuadernos, la esquina de un libro llamó mi atención. El nombre de la autora, Isabel Córdova Rosas, profesora del colegio, no me sonaba a nada, seguro porque no era famosa y no salía en Correo que mi padre compraba todos los días. La nominación parecía anodina y algo extravagante: “Antología de la narrativa en Junín”. Para matar el tiempo, como se decía entonces, me lo llevé hacia mi dormitorio. Lo hojeaba y leía los comienzos, por si las moscas, y nada. Las fábulas andinas de Vienrich, Monge o Villanes me sonaban conocidas. Serafín Delmar y Edgardo Rivera Martínez, considerando mis 14 años, estaban complicados. Con el tiempo comprendí que, incluidos Augusto Mateu y Vargas Vicuña, todos ellos tenían como característica el realismo rural, algo que para un chico urbano, amante de las revistas mencionadas y del cine, además de la música nuevaolera y del rock, con códigos urbanos, resultaba incognoscible e indescifrable.
Como no dejo libro sin terminar, aunque sea hojeado, seguí. Me topé con un nombre e igual nada. Del cuento se decía que había ganado el primer lugar del concurso de Juegos Florales por el IV Centenario de Huancayo. El título: “El regreso”. El primer diálogo, luego de tres oraciones que utilizaban el lenguaje coloquial, barrial, el de collera o mancha, me ubicó en un espacio conocido: Bar, Radiola y Vals. El mundo urbano se me presentaba límpido y arrasador.
“—Ya hombre, no fundas con valses, pon un bolerito —le grita Culebra al Jetón que está poniendo las monedas.
—Con la cara que tienes solo debes pedir huaynos degraciao (…) —le contesta el otro y se ríe.”
La historia de una collera, como se decía entonces al grupo de amigos de barrio, es el núcleo del argumento. El barrio es San Carlos, no el pituco de la urbanización, sino el popular de Huancas y San Carlos, colindante al Barrio de Salcedo, que ellos, los protagonistas, llaman la Ciudad perdida. El colegio Santa Isabel, la ciudad Huancayo. Años después entendí que lo Huancaíno, como identidad añeja, estaba presente en esta historia. Hoy parece lejano, pero hubo un tiempo en que ser huancaíno era ser isabelino y sin ninguna duda.
Lo que desató en mí esa atmósfera urbana del cuento de Julio César Alfaro Gilvonio, ese era el nombre del autor, fue total. Mi ciudad, mis congéneres, los “giles” de esa época, sus chicas, que se llamaban “gilas”, los padres, los famosos “viejos” según la replana de antaño, el cole, los que se pasaban de cantores, los “pendeivis” de hoy, los “pampeos”, conocidos después como “pichanguitas”, las batidas, el “agarrar de punto” actual, la “templadera”, el enamoramiento o “estar flecha”, todo ello estaba ahí.
En el encabezado del cuento la autora ponía que Alfaro preparaba una novela. Comprendí que era en la misma tónica y lo esperaba con ansias. Hasta que terminó su secundaria, a mi hermana le pregunté si sabía algo de ello. Alfaro nunca lo hizo o no sé si quedó inédita, pero publicado nada. Lo que sucedió, para mí, fue que me abrió la senda de la literatura urbana, que es sobre lo que escribo y afirmó mi vocación literaria. Un abrazo a tu espíritu, mi querido negro Alfaro.

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