miércoles, 24 de agosto de 2011

Los “malditos”

Pedro Guillén

Arturo Jauretche, ensayista argentino, autor de “Los profetas del odio” y “El paso de los libres” designó como los “malditos” a los condenados al silencio y al olvido por la superestructura cultural manejada por la clase dominante. Se trata de los Quijotes que tuvieron la osadía de levantar su palabra contra los mitos consagrados, negándose a la complicidad con intelectuales, artistas y políticos que lograban fama a cambio de “lamer la propia cadena que los esclavizaba”. Los grandes diarios, revistas, radios, cine y televisión les negaron su acceso para impedir que con sus ideas construyan una auténtica cultura nacional que pusiera en cuestionamiento a la política antinacional para reasegurar el coloniaje económico, político y social.
Entre aquellos “malditos” estaría –entre tantos– Manuel Ugarte, otro ilustre argentino que luchó incansablemente por la unidad latinoamericana, al igual que Víctor Raúl Haya de la Torre en sus años aurorales; también, Facundo Cabral, el gran ausente, el juglar del sector marginal, el trovador y ciudadano del mundo: “No soy de aquí, ni soy de allá”; Héctor Roberto Chavero, conocido como Atahualpa Yupanqui, quien por su militancia comunista solía decir: “Me acusaban de todo, hasta del crimen de la semana que viene”; también, fue considerado como “maldito” el ícono de la juventud, Elvis Presley, en la década del cincuenta, acusado de pervertir a la juventud norteamericana, “el único blanco que cantaba como negro”, investigado por la Comisión McCarthy del Senado por la supuesta infiltración del comunismo en el Rock and Roll, con el Ku Kux Klan quemando millones de sus discos; o el gran maestro y filósofo Homero Manzi, también escamoteado orador, escritor, poeta y político argentino, con su espíritu auténticamente creador que enriqueció la cultura universal.
Iniciamos estas disquisiciones siguiendo la larga lista negra de “malditos” con uno de los connotados intelectuales de Argentina: Enrique Santos Discépolo (1901-1951) poeta, músico, teatrista y un auténtico revolucionario luchando contra toda la maquinaria oficial que quería borrar su recuerdo; ni la expurgación de su nombre en las antologías por parte de los plumíferos bienpensantes no han logrado acallar su voz. Con Discépolo no “ha podido” la superestructura cultural, productora de tontos en serie, porque la protesta de sus versos nace en las bocas del pueblo ante las reiteradas “Décadas Infames” que debe afrontar.
No logrando silenciarlo, se ha empleado contra él otra vieja técnica: la deformación, intentando esterilizar su imagen en algún santuario oficial de las dictaduras. Si componía tangos, lo hacía a través de “ese pensamiento triste que se puede bailar”, donde podía expresar el dolor, la frustración y la protesta de las multitudes. Además, se ha intentado desfigurarlo encasillándolo como masoquista, chistoso y “otariote” sentimental; en un país al cual los grupos dominantes se empeñaban en achicar día a día, como dijo Antonio Machado de su patria: “… nos la dejan pobre, escuálida y beoda… de carnaval vestida”.
En el cancionero popular, no fue un letrista más, sino una implacable radiografía económico-social de aquellos tiempos tormentosos; ni siquiera los que ostentaban la bandera del arte comprometido lo superaron. Discépolo, uno de los mayores poetas, no se dejó enredar con directivas partidarias, ni modelos extranjeros; percibió el cuadro infame de la Argentina vasalla, verificando lo que significa el arte entroncado en la lucha popular, construyendo una auténtica cultural nacional y revolucionaria en plena semicolonia. No una “revolución en las imágenes” como postulaba Borges, ni tampoco el pretendido arte revolucionario según consignas de una burocracia lejana, sino simplemente “sentir como propia, la cicatriz ajena” y poseer la capacidad poética para recrear ese sentimiento como “arte cuestionador, inclaudicable, tozudamente acusador”.
Asimismo, sus versos abren un curso distinto entre el mensaje panfletario, y, a veces, truculento de la literatura, frente a la exquisita evasión de la pituquería. Ese es el Discépolo auténtico, el que mantiene una consecuencia inquebrantable, el joven de simpatías anarquistas, admirador de Goya y los escritores rusos, vinculado a artistas sociales, el lector fervoroso de Pirandello y el que “lucha por levantar el sainete al nivel del grotesco”, el que percibe la tremenda angustia popular de los años treinta y la recrea en sus tangos, impactado por la alegría de las multitudes después del 45; se suma al combate a través de sus charlas de 1951, exultante de entusiasmo ante una política de liberación económica y justicia social. Recurriendo a deleznables maniobras, el gobierno volvió a perseguir a Enrique Santos Discépolo, aún después de su muerte, para cobrarle el pecado de mantener toda su vida en una permanente lealtad a su pueblo.

En el cancionero popular, no fue un letrista más, sino una implacable radiografía económico-social de aquellos tiempos tormentosos.



Enrique Santos Discépolo

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