sábado, 12 de febrero de 2011

Los amigos de Arguedas

Sandro Bossio Suárez

Conocí a tres amigos entrañables de José María Arguedas. Uno de ellos fue el doctor Manuel Baquerizo Baldeón, quien, en sus largos monólogos (puesto que las conversaciones con él siempre se convertían en eso, en edificantes monólogos, en ilustrativos soliloquios) solía hablar de su profunda amistad con José María Arguedas. Decía que guardaba muchas cartas de él y que cada vez que se encontraban en Huancayo o en Lima se extraviaban en interminables conversaciones. La anécdota que mejor recuerdo es una muy divertida, cuyos protagonistas fueron Juan Mejía Baca, el mítico librero peruano, y el propio José María Arguedas. Mejía Baca contaba que Arguedas era un hombre muy sensible con el tema sexual, un moralista, y que una vez se enteró que el librero había alquilado con unos amigos un departamento de soltero, a cuyo dueño, que era italiano, le había dicho llamarse Pedro Cieza de León (como el notable cronista de Indias) para resguardar su verdadera identidad. Los recibos de este departamento salieron a ese nombre durante años. Al enterarse de esto, Arguedas se molestó mucho y le increpó a Mejía Baca su lubricidad: “¡Cómo vas a usar el nombre de Cieza de León para tus cochinadas!”. Mejía Baca le respondió: “No podía usar el nombre de mi padre porque es igual que el mío”. “¡Entonces usa el de tu abuelo”, volvió a la carga Arguedas.

Esas anécdotas (o las vividas con Celia Bustamante, la primera esposa del escritor, y también gran amiga de Baquerizo) me hicieron reír mucho en esa temporada, mientras, para acercarme y conocer mejor a Arguedas, devoraba sus novelas y artículos antropológicos.

El segundo amigo de Arguedas que conocí fue el noble maestro de escuela Jesús Gutarra Césare, merecedor de las Palmas Magisteriales y gran abogado de los niños. Fui a verlo al jardín de la infancia donde trabajaba para hacer una nota periodística sobre el Día del Maestro. No imaginaba la gran revelación con que me iba a topar. Lo encontré todavía alto y fuerte, con los bigotes negros y una vitalidad envidiable si contamos los años que ya llevaba encima. Corría 1998. Conversé con él acerca de su vida como profesor rural, como padre de esos miles de niños que lo adoraban, y de pronto sacó unas fotos donde aparecía con José María Arguedas y, con ese descubrimiento, no hice más que hablar de esa hermosa amistad en las horas siguientes.

Me contó que se había conocido con Arguedas en los años sesenta, cuando el escritor visitaba muy seguido Huancayo por su labor cultural. En esos años, Gutarra Césare estaba lleno de ímpetus por la conservación de las ruinas de Wariwilca y ese fue el nexo. Trabajaron juntos mucho tiempo, hermanados en las labores culturales pero también en el cariño que ambos se profesaban. Antes de su muerte, Arguedas abrazó al amigo y le dijo: “negro, si en el Perú hubieran cinco personas como tú, otra sería nuestra historia”.

El tercer amigo de Arguedas fue, quizás, el más entrañable. Su nombre fue Leoncio Rojas Izarra y murió hace poco a los 102 años. Hombre de trascendencia social y política en Huancayo, escribano de abolengo e intelectual de larga data, don Leoncio conoció a José María Arguedas cuando ambos cursaban el tercero de secundaria en el colegio Santa Isabel. Juntos fundaron el impreso contestatario “Antorcha”y cultivaron una amistad inmarcesible durante muchísimos años, literalmente hasta la muerte del maestro. Contaba don Leoncio que él fue el único que pudo entrar a la habitación del hospital donde Arguedas convalecía después de su fallido intento de suicidio y, además, el único que pudo decirle a voz en cuello: “¡Qué te pasa, José María! ¿Acaso eres un débil mental para que quieras morir como un perro?”. El escritor –contaba don Leoncio– le respondió con una sonrisa triste: “Gracias por venir, amigo mío, porque solo a ti te permito que me hables en ese tono”.

Otros amigos de Arguedas en Huancayo fueron Federico Gálvez Durand y Sergio Quijada Jara. Conocí al último, cuando era director del Instituto Nacional de Cultura de Junín, en los años 80, pero aparte de una frugal conversación de un adolescente que escribía cuentos con una vieja leyenda de la cultura local, no hubo más.

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