sábado, 6 de noviembre de 2010

El buen salvaje: Sebastián Rodríguez y su oficio esencial

Sandro Bossio Suárez
Después de los altercados políticos entre Gamarra y Castilla, y de la vibrante Campaña de la Breña, Huancayo empezaba finalmente a cobrar notoriedad con la llegada del tren. Con él arribaron algunos adelantos tecnológicos: el primer gramófono, el primer velocípedo, la primera función de cine al aire libre. Y, claro, el primer estudio fotográfico. Pertenecía a Luis Ugarte, discípulo del célebre fotógrafo francés Eugenio Courret, quien temporalmente en Huancayo empezaba a plasmar el primer álbum de la vida cotidiana de la ciudad con notables fotografías de cromo y sepia. El joven Sebastián Rodríguez entabló amistad con él, quien le prodigó cariño y confianza, y cada vez que llegaba a Huancayo para continuar con su obra fotográfica lo buscaba para que le ayudase. Así, en 1913, a los 17 años, Sebastián Rodríguez marchó a Lima con Luis Ugarte para instalarse en el laboratorio de éste como su pasante permanente. En esta temporada aprendió las técnicas fotográficas de la época: sobre todo la de la fotografía seca en base a gelatina de plata.
Trabajó en la capital una década, durante la cual fotografió a gente de la alta sociedad, a empresarios y oligarcas, y hasta al propio presidente Augusto B. Leguía. Pero la competencia laboral en Lima era infranqueable. Por ello, tras haberse hecho de una cámara fotográfica Agfa Standard de fuelle (de formato 9 x 12), decidió emprender un largo derrotero como fotógrafo itinerante por los pueblos andinos y campamentos mineros del Centro (Casapalca, Tinyahuarco, La Oroya). Como Martín Chambi en Cusco, Sebastián Rodríguez debió recorrer las estribaciones centrales llevando cámara y trípode sobre una mula (un total de 20 kilos) para recoger las vivencias, las tradiciones, las miserias de la época en sus placas maravillosas.
La situación socioeconómica de esa parte del país atravesaba por momentos cruciales, debido principalmente al auge de la minería en La Oroya y Cerro de Pasco.
El retrato de esos tiempos, de esa tensión entre
lo tradicional y lo moderno, fue el trabajo que
se encargó a sí mismo Sebastián Rodríguez.
Eran épocas sociales convulsas, de grandes mudas sociales, pues los sistemas comunales tradicionales empezaban a resquebrajarse mientras, a instancia de la legislación minera, se privilegiaba el ingreso y expansión de los capitales extranjeros, despojando muchas veces a los campesinos de sus tierras y compeliéndolos al único camino que les quedaba: engancharse para los socavones.
El retrato de esos tiempos, de esa tensión entre lo tradicional y lo moderno, fue el trabajo que se encargó a sí mismo Sebastián Rodríguez a partir de 1928, año en que se instaló en Morococha, atraído por su bullente modernidad y derroche. Allí se casó, ubicó su estudio y vivió hasta la muerte (aunque se movilizaba permanentemente a Huancayo, donde residía su familia y se abastecía de insumos para su arte esencial). Trabajó también para la Compañía Cerro de Pasco Copper Corporation, retratando el desarrollo del campo minero y ocupándose del registro fotográfico de los obreros que ingresaban a la empresa.
En Huancayo, Sebastián Rodríguez compartió terreno con otros fotógrafos huancaínos importantes, como Mariño Dávila, Manuel Villavicencio, Nolberto Villanueva, Fortunato Pecho, Augusto Rojas y, sobre todo, con el mítico Teófilo Hinostroza, con quien trabajó hombro a hombro en alguna oportunidad.
Sebastián Rodríguez dominó varias técnicas fotográficas. La que usó hasta la maestría fue la del gelatino de bromuro, que supone el empleo de una placa sobre la que se disemina una solución de bromuro, agua y gelatina sensibilizada con nitrato de plata. Este procedimiento ya no necesitaba mantener húmeda la placa como ocurría antes.
Pero también fue uno de los precursores de la fotografía “iluminada” y de la “foto óleo” en la región, logrando calotipos de maravillosa factura. Como sabemos, esta técnica consiste en el uso de papel sensibilizado con nitrato de plata y ácido gálico que, después de ser expuesto a la luz, es revelado con las mismas sustancias y fijado con hiposulfito sódico. Tras lograr las placas, Rodríguez remitía sus trabajos a Lima para las ampliaciones y para, en algunos casos, tratarlas con pigmentos al agua o al aceite por un pintor de apellido Malca, tal como puede verse en el calotipo de su esposa Francisca Nájera de Rodríguez.


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