domingo, 25 de julio de 2010

Fútbol (3): El buen salvaje

(Edición especial Nº 320 del 03 de julio de 2010)


El mal de los siglos

Sandro Bossio Suárez

El fútbol, con todos sus males, es más antiguo de lo que pensamos. Hay constancia de que en Japón, mil años antes de nuestra era, se jugaba ceremonialmente el “kemari”, un deporte que consistía en mantener la pelota en el aire pasándola de jugador en jugador, solo con los pies. En China, durante la dinastía Han (206 aC - 220 dC), hombres y mujeres practicaban un deporte llamado “Cu Ju”.
Los antiguos egipcios y luego los griegos cedieron a lo mismo: el propio Homero llamó a este deporte “esfaira” o “esferomagia”. Luego lo adoptaron los romanos con el nombre de “harpastum” (que se jugaba con la “pila” o “pilotta”), reglamentándolo como juego para equipos de 27 soldados. Este deporte pedestre maduró durante la Edad Media, hasta que el rey Eduardo de Inglaterra, en 1323, dictó leyes para apresar a cualquiera que lo jugara por considerarlo vulgar. Igualmente, Enrique IV y Enrique VIII promulgaron códigos antifútbol, mientras que la reina Isabel I mandaba apresar a los jugadores con la penitencia de asistir a la iglesia.
Y en nuestro continente, hace cinco mil años los aztecas ya practicaban el “tlachtli” (también conocido como “pokta pok” o “taladzi” por las civilizaciones posteriores), un ritual deportivo antecesor del fútbol, el pelotari y el baloncesto (todos juntos) en el que el capitán del equipo derrotado debía ser sacrificado.
Se sabe, además, que los aborígenes norteamericanos, a la llegada de los ingleses, practicaban un deporte belicista llamado “Pasuckuakohowog” (literalmente “ellos se juntan para jugar pelota con el pie”).
En Cambridge, en 1863, se dictaron las primeras reglas del fútbol. Y así se nos vino la pandemia. La primera Copa del Mundo tuvo lugar poco después de iniciada la crisis de 1929, como para que el mundo se olvidara del hambre. Y es que el fútbol y las dictaduras (creo que sería mejor decir “las dictaduras del fútbol”) están intrínsecamente relacionados.
Recordemos que en 1934 Mussolini llamó a los jugadores italianos “soldados al servicio de la causa nacional” y el triunfo de Italia enardeció a los civiles en franco respaldo al “ideal fascista del deporte”. Hitler se apoderó del fútbol alemán en 1933. Mató a más de 300 jugadores judíos, porque, pese a odiarlo, sabía que este deporte podía resultarle de suma utilidad para promover su ideología. “Ganar un partido —decía Goebbels, el ministro nazi de propaganda— es más importante que capturar una ciudad del Este”. Así, el fútbol se convirtió en Alemania en una herramienta paramilitar.
Según nos cuenta Mario Rapoport, en Argentina el fútbol “no sirvió para mostrar las bondades de los militares sino más bien para tratar de ocultar sus crímenes, procurando apaciguar la campaña internacional en contra del gobierno de facto”. Por algo será que en el Chile de Pinochet el estadio mayor de fútbol se convirtió en el cementerio de miles de estudiantes torturados, igual que el estadio de Huanta en el Perú durante la represión antisubversiva.
Unos juegos olímpicos (en los que estaba presente el fútbol, por supuesto) sirvieron como pretexto para que el temible escuadrón Olympia asesinara a cientos de indefensos universitarios mexicanos en la terrible Noche de Tlatelolco, en 1968.
Pero el fútbol no sólo sirvió para entretener a millones de incautos, y escudar a corruptos y asesinos mientras la muerte se avenía desde lo alto, sino también a provocar guerras: la de 1969, entre El Salvador y Honduras, estalló después de un partido de fútbol disputado entre estas dos naciones vecinas.
El fútbol, por ello y por mucho, sigue siendo el mal de los siglos. ¿O acaso no lo es la barra brava de cualquier equipo?

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